La entrada de hoy se la voy a dedicar a San Vicente de Robres, aldea de Robres del Castillo en la comarca de Logroño
Esto es lo primero que el visitante ve cuando se acerca a la aldea. No fue así como Bona la vio, cuando a finales de los 60 del siglo pasado llegó allí por primera vez para ser la maestra del pueblo.
A Bona la conocí en la academia de arte a la que asisto en Logroño, no hace mucho José Luis, nuestro profesor, fue jurado en un concurso de pintura al aire libre que se celebró en Robres. Ella enseguida nos comentó que había sido maestra en San Vicente de Robres, y lógicamente enseguida me interesé, y le pregunté algunas cosas de su estancia allí.
San Vicente está situada a 950 metros de altitud y a 41,06 kilómetros de Logroño
Bona me comentó que a pesar de que cuando ella estuvo viviendo allí había tendido eléctrico, eran muchas las veces que se quedaban sin luz, y que cuando eso sucedía podían pasarse más de cuatro meses a oscuras. Actualmente eso ya no les sucede, ya que han conseguido muchas mejoras, entre ellas un nuevo alumbrado público. También la gran mayoría de sus casas han sido restauradas, al igual que sus calles y su céntrica plaza.
Al decirle que había estado allí, me preguntó si habíamos ido por la pista. Sorprendida le pregunté a qué pista se refería y me dijo: la que va monte a través desde Robres del Castillo hasta San Vicente. Mi respuesta fue "no, por la carretera" "¿Por la carretera?". Por lo visto, cuando ella estuvo no existía.
El pasado jueves, cuando acudí a clase me había preparado el siguiente relato en el que nos cuenta sus primeras vivencias por aquellos lares.
EL CAMINO
Cuando el autobús hizo su última parada, apenas se distinguía el pueblo sino por unas oscuras siluetas lejanas. Sólo los faros del bus de línea señalaban el camino que debía seguir para llegar a la casa de la tía Marina. Un grupo se acercaba subiendo pesadamente la cuesta . Por fin, ya no estaba sola. Parecían buena gente. la parquedad en palabras del tío Sergio estaba compensada con creces por la actitud parlanchina y cercana de esa buena mujer, que no sabía qué hacer para que me sintiera bien. Las doce de la noche era una hora demasiado avanzada para el lugar, así que, enseguida, me indicaron la habitación que, a partir de entonces, sería mi dormitorio de los domingos en Robres del Castillo. Tendría que esperar a la mañana del lunes para ponerme en camino hacia San Vicente, una hora monte arriba.
- ¿Ande está la "maestra"? No podemos demorarnos. pronto va a llover.
- ¿Por fin en qué casa se va a quedar?
- ¡A ver! ¡En la mía! ¡Nadie la "quie" tener!
- Eso lleva consigo ser el alcalde.
El chirrido de la pesada puerta de madera al abrirse, detuvo en seco la conversación
- ¿Cómo está la señorita? Dénos el equipaje, que no nos podemos entretener.
Mi primera escuela en propiedad y mi primera decepción. Sólo había pensado en la necesidad de cultura de aquellos pueblos tan alejados, más por la ortografía que por los kilómetros, en esos años sesenta. No me había puesto a considerar, ni por un momento, las dificultades que aquella gente sencilla tenía para darme cobijo. Algo alicaída me acerqué al macho. De un lado del serón se desprendía un delicioso olor a pan caliente. Iba repleto de grandes hogazas. Grandes porque debían durar, lo más tiernas posibles, toda la semana. En el otro, colocaron mi equipaje. Y sobre el lomo libre de cargamento, me senté y me sentí, como una reina. Se me olvidó el disgustillo. ¡qué bien se iba ahí!
Empezó para mi un camino nuevo, sensaciones nuevas, una nueva vida. Muy diferente, muy sencilla, muy bonita. ¡Lo que nos perdemos en la ciudad por estar siempre emparedados entre cemento! empezaba a descubrirlo.
La tía Rufina tiraba de las riendas dirigiendo a la caballería por ese complicado camino empedrado, todavía con restos de agua de la reciente labor de regadío. No se me alcanzó ni por un momento que, más de un día, tendría que hacer equilibrios por el borde de aquella acequia, o decidirme a caminar por dentro de ella con agua hasta media pierna.
Pronto llegamos a un riachuelo, bordeado por una arboleda, que ya había empezado a dar señales de otoño. Su agua limpia y espumosa proporcionaba al lugar la plasticidad de una pintura, ante la que el espectador queda insatisfecho al no poder captar más que lo que entra por los ojos. Pero es que ahí, se completaba con olores a hierba húmeda, a flores abiertas, con el leve sonido del aleteo de un pájaro al cambiarse de rama, con el monótono golpeteo del agua salvando los desiguales escalones de piedra. Todo invitaba a permanecer pegado al cuadro un tiempo que no teníamos. Tal vez aquella caballería no entendiera de arte, pero si tenía claras sus necesidades. Inclinó inesperadamente su largo cuello para apoderarse de esa golosina refrescante, y estuvo a punto de despedirme por las orejas. ¿Habéis visto beber a un caballo? Ellos inventaron el sorbete. Enroscan su lengua a la manera de un tubo y ¿qué falta tienen de un vaso? Mucho mejor el agua apresada por las rocas del río. Un bocado aquí, un sorbo allá, un olfatear los aromas apetecibles de esa hierba fresca y flores tiernas, empeñadas aún en no dejar paso a la estación que pretendía acabar con ellas.
Las nubes se apelmazaban y cambian de color con rapidez.
- ¡Riaaa!¡Riaaa! ¡"Amos! ¡Aún nos vamos a mojar!
-Da pena perderse esto.
-No se preocupe, señorita. Por aquí le va a tocar pasar más veces de las que quisiera.
¡Y qué razón tenía! No hubiera querido estar allí aquella mañana en la que el pastor me gritó:
-¡Señorita, está loca! ¡Va a fenecer! ¡Con ventisca no se puede salir al monte!
O aquel día de nieve helada en el que los zorros se habían paseado, con la mayor libertad, por delante de mi ventana. O cuando le pedí a la tía Marina cerillas para encender un fuego y poder espantar a algún lobo que pudiera encontrar en el camino, y ante mi asombro y perplejidad, me las puso en las manos. Por lo visto podía suceder.
Seguimos el camino mirando al cielo. Bueno, de eso ya se encargaba la tía Rufina. Yo me dediqué a fotografiar mentalmente todo lo que alcanzaba mi vista. Desde la ladera por la que avanzábamos, llena de brezo, tomillo, y aulagas, se veían las cimas peladas de la otra vertiente. Pero, si manejabas bien el "zoom", ibas descubriendo mosaicos repletos plantas en ocres, rojos y amarillos.
-Ya llegamos - Dijo la tía Rufina. Yo no veía más que un cerro, plantado como un flan, delante de mis ojos.
-¿Dónde?
-Vamos a evitar el repecho. Este macho va muy cargado.
Un camino bordeaba el cerro. Y justo allí, al final del último recodo, inesperadamente, apareció el conjunto de casas que formaban la calle principal, tan adaptada a las rugosidades del suelo, como la piel a la cara de un viejo enjuto.
Bona Balda